domingo, 2 de agosto de 2009

Juego de Sombras















-¡Mira mamá!
-Deja eso y dame la mano.
-¿Por qué está así? Dijo Matías al tiempo que, vacilante, tocaba con un dedo aquel cuerpo blanco, buscando una respuesta.
-Esta muerta, déjala. Dijo Ivón, y extendió su mano hacia Matías.
-No, no está muerta.
-Este sol parte las piedras Exclamó la madre, jugando a quejarse e hizo un movimiento de cabeza como si estuviera a punto de perder el conocimiento.
Mira, si le abro así se le ve su ojo.
-Eso no importa, está muerta. Además debe estar llena de microbios. Déjala y vámonos.
Matías tomó la mano de su madre y cruzaron al camellón de la avenida para caminar bajo la sombra de las imponentes palmeras que sostenían el cielo.
Mientras caminaban, el niño no podía dejar de pensar:
Cómo puede estar muerta si yo la vi y la toqué, si vi sus ojos.
De Súbito, el profundo blanco de aquellas plumas voló de su mente. El ritmo hipnótico de las sombras de los árboles cedió el paso a un frío extraño, como viento inmóvil. Un olor a orines y a alcohol le hizo volver de su ensoñación y llenarse de miedo. *
-No papacito- Dijo Ivón sonriendo ante el intento de fuga de Matías; acarició la mejilla del niño con su mano áspera, agrietada por los detergentes, tratando de calmarlo
-A ti no te van a hacer nada.
Caminaron por un pasillo de tonos grises y crema hasta llegar ante una puerta que se encontraba entreabierta. A pesar del miedo y la repulsión, la curiosidad de Matías le hizo ser el primero en cruzar el umbral. La mirada de aquel hombre y los ojos del niño se encontraron como dos animales sorprendidos que se olfatean cautelosos mientras miden el peligro que el otro representa.
-¿Tu eres mi tío Enrique?
Con apenas un hilo de voz de acento cubano, el moribundo respondió:
-¿Ya no te acuerdas de mí?
El niño negó con la cabeza.
-Acércate, quiero verte bien.
Matías se acercó a la cama sólo lo suficiente para seguir sintiéndose a salvo, pensando que ojalá no tuviera que tocar a ese hombre que se veía sucio, con la barba crecida como la de los vaqueros que mueren a tiros en la tele.
-¿Por qué tienes los ojos así? Dijo Matías; su tío jalaba aire con dificultad tratando de reunir fuerzas para contestar:
-Tengo cataratas
--¿Cataratas? Dijo Matías con una risilla. Le había parecido gracioso que uno pudiera tener cataratas en los ojos. El hombre sonrío al niño, quien volteó a ver a su madre para festejar el chiste; las lágrimas en el rostro de Ivón desvanecieron la sonrisa de Matías
-¿Por qué lloras? Le dijo. Se sintió confundido entre hacer bromas y no saber si debía llorar; pensó que algo le estaban ocultando. Ivón saco de su manga un pañuelo y, sin responder, salió de la habitación, dejando tras de sí una estela de ruidos que salían de su nariz al sonarse.
-Parece un caballo. Dijo Matías, riendo.
A pesar del dolor y la fatiga, el tío Enrique sonrió condescendiente y volteó la cabeza como para mirar el techo al tiempo que cerraba los ojos.
Aprovechando que no era visto, y en absoluto silencio, el niño se acercó un poco más a la cama, con pasos muy cortos y lentos, como si se tratara de algo prohibido. Pensó que acercarse tanto a mirar el dolor de otra persona era una falta; aquellos brazos amoratados y atravesados por agujas más la creciente fetidez, agitaban su pecho. La náusea y el horror recorrieron a Matías al ver las enormes manchas ocres de la sangre seca en las sábanas.
-¡Mire esto! Dijo Ivón, indignada, al entrar a la habitación seguida por una enfermera. Matías se vio sorprendido en su osadía y se apartó rápidamente de la cama antes de ser descubierto por su tío
-¡Cómo es posible que tengan así a este hombre, por favor! ¡Mire cómo están esas sábanas! ¿Hace cuánto que no las cambian?
-Se le cambiaron esta mañana, pero es que el señor ha estado sangrando mucho… ya se lo dijimos al doctor, el pacientito está todo llagado y lleno de pus en sus heridas.
“Desgraciada” pensó Ivón “Esta es una cínica.”
-Matías: despídete de tu tío y espérame afuera. Ya en un momentito nos vamos.*
Como si hubiera visto un espectro, los ojos del niño crecieron y se clavaron en los de su madre, quien cerró los suyos suavemente al tiempo que negaba con la cabeza, dispensándolo de besar a aquel moribundo que le dijeron era su tío.
Con profundo alivio, el niño le dijo:
-Adiós, tío.
-Adiós, chiquito.
Al salir de la habitación, el niño tuvo una sensación similar a la que le provocaba el juego en el camellón de la avenida cada vez que pasaba del fresco de las sombras al calor de los rayos del sol.
Mientras esperaba en el pasillo, a Matías le intrigaba si su tío habría sentido miedo al escuchar las palabras de la enfermera. Se recostó en el suelo, cerró los ojos y se imaginó en una cama empapada con su propia sangre.*
-¡Matías! ¡Levántate de ahí!
El niño se levantó de un salto*
-¡Pero cómo te acuestas en el suelo donde todo mundo pisa y escupe!
Tomó la mano de su madre y salieron a la calle.
-¿Cómo puedes ser tan cochino? ¿No te da asco?
Matías respondió con una pícara sonrisa.
-¿Vamos a regresar por el mismo camino?
--Sí
-¿Tu crees que siga ahí?
-Pues claro, cómo se va a ir
-Mamá: Mi tío Enrique ¿Estaba vivo o muerto?
-¡Bueno! Pero tu…. Pues claro que está vivo, ¿No lo viste?
-¿Lo vamos a venir a ver mañana?
-Un ratito, sí.
-¿Y tu crees que va a seguir ahí?
-Claro que va a seguir ahí.
-Matías encogió los hombros y sonrió. “Claro que va a seguir ahí” pensó, “como se va a ir si tenía los ojos igual que la paloma. Pobre de mi mamá: no lo sabe.”


Enero 2004

martes, 28 de julio de 2009

El Reloj de Péndulo


De los tornillos que sostenían el número de la casa de Mariana, sólo quedaba el de abajo. El número había quedado recostado, sostenido por la hiedra. Al verlo, Xavier sonrió.
“Qué curioso –pensó–, si hubiera quedado boca abajo seguiría siendo un ocho; en cambio así, quedó como el número infinito de la calle de La Amargura”.
Xavier sabía que tal pensamiento no tenía otro objeto que justificar su retraso de llamar a la puerta. Apretó el nudo de la corbata, se acomodó el saco y respiró profundo. Exhaló suavemente y, sin desdibujar de su rostro una rígida sonrisa estúpida, buscó en vano el timbre.
“No parece, siquiera, que alguna vez haya habido un timbre”, se dijo Xavier mientras escudriñaba en la enredadera. Después de no encontrar nada, ni un mecate con una campana al extremo, al fin se decidió a tocar la aldaba con cabeza de gárgola.
“No sé quién puede escuchar una cosa así”, pensó Xavier, al tiempo que daba tres golpes al portón de madera apolillada. “¿Por qué siempre serán tres golpes?”, se planteó.
Xavier ocupaba su mente en cualquier cosa que lo distrajera de su cometido original. Sabía que era una forma ficticia pero efectiva de agregar tensión al momento esperado, de jugar a sorprenderse a sí mismo.
“Si sólo se toca una vez, puede uno parecer un pusilánime, falto de carácter y determinación. Tocar dos veces es como buscar algo esperando no encontrarlo. Tocar cuatro resultaría un tanto agresivo y arrogante. Ya tocar cinco sería como dar la orden de ¡abran de inmediato, que he llegado! En cambio tres, tocar sólo tres veces… eso sí que es digno de un caballero educado y respetable. Toc, toc, toc…” -dijo Xavier a media voz, al tiempo que con los nudillos tocaba una puerta imaginaria-
“Buenas tardes, bella dama”
“Caballero, buenas tardes ¿Hay algo en lo que pueda servirle?”, se contestó a sí mismo
“A decir verdad, sí. Dígame: ¿Qué le ha parecido mi manera de llamar a la puerta?”
“Sin duda, la buena cuna de un hombre se distingue en el número de veces con que…”
El ruido del cerrojo sacó a Xavier de su ensoñación y le hizo tragar saliva. Tras el portón apareció una anciana de sonrisa cordial.
-Buenas tardes –dijo la mujer
-Buenas tardes, busco a la señorita Mariana.
-¿El señor Xavier? –dijo la anciana con voz dulce y temblorosa
Xavier sonrió y asintió con la cabeza.
-Pasa, pasa. –Lo invitó la mujer
Xavier cruzó la puerta y de inmediato quedó encantado ante la exhuberancia del patio central de la casa de dos pisos, la cual parecía tener más puertas que ninguna otra que hubiera conocido antes. Al centro del patio, rodeada de macetas con geranios rojos y blancos, una fuente daba de beber a las golondrinas que iban y venían de sus nidos pegados a las vigas del techo. Abrazaban las columnas bugambilias de varios colores y había garras de león, helechos, rosales, sábilas y hasta un naranjo. El visitante escuchó cerrarse el gran portón a sus espaldas.
-Este patio es una belleza –Dijo Xavier, volviendo la cabeza sobre su hombro para dirigirse a la anciana.
-¿Señora?
Extrañado de no verla, volteó la cabeza hacia el otro lado pero tampoco estaba ahí.
-¡Qué raro! –Pensó-
-¡Señor Xavier! – le llamó la anciana, que se encontraba parada a unos cuantos pasos frente a él y junto a la entrada principal de la casona. –Es por aquí.
Sorprendido, Xavier cruzó el patio.

A pesar de ser una casa colonial, los sillones forrados de tela color salmón y con maderas talladas llenas de retuertos, le parecieron a Xavier de estilo porfiriano.
-Toma asiento, enseguida estarán contigo.
-Gracias –dijo él, inclinando la cabeza.
Xavier prefirió un sillón forrado en piel oscura y lleno de botones que le parecía sobrio y digno de su género. Frente a él, llamó su atención un mueble que parecía un ropero: Era un enorme reloj de péndulo.
La curiosidad lo levantó del confortable sillón y lo acercó a mirar la carátula amarillenta cuyas manecillas se encontraban detenidas a las ocho en punto.
-Es más grande que yo –pensó Xavier–, aquí adentro se podría guardar un cadáver.
Abrió la puerta de cristal para animar con la mano el péndulo y descubrió en éste una abolladura.
-Ese fue el señor. –dijo la anciana entre risas y trayendo consigo una bandeja con un juego de té de porcelana. -Decía que el tiempo pasaba demasiado rápido y que había que matarlo.
-Permítame ayudarle –dijo Xavier, y tomó la bandeja de manos de la anciana.
-Cada instante que pasaba le parecía un segundo menos de vida. –continuó la mujer.
-¿Usted estaba presente cuando le disparó al reloj? –Dijo él, intrigado
-Ni lo mande Dios –Exclamó ella, riendo nuevamente. –A mí también me habría matado, pero del susto.
Ambos se echaron a reír. La mujer sirvió el té.
-¿Dos de azúcar? -preguntó la anciana sin perder la sonrisa.
-Sí –contestó Xavier, -¿Cómo sabe?
-Tienes una cara tan dulce
-Gracias, señora, es usted muy amable.
Bebieron un par de sorbos en silencio, dándose una pausa para volver cada quien consigo mismo. Mientras, parecían disfrutar la presencia del otro.
-Por cierto. ¿Mariana sabe que estoy aquí? –dijo él.
-Sí, claro que lo sabe. Aunque alguien debería apurarla.
-No se moleste, que ya vendrá.
-No, no, no. Esta mujer puede tardar una eternidad con el vestido y el maquillaje.
Ayudada por él, la mujer se levantó de su asiento. Sostuvo la mano que la asistiera y con la otra le daba unas palmaditas.
-Estás en tu casa.
Las miradas de Xavier y la anciana se detuvieron en línea recta, como si un puente se tendiera. Por un instante, su alrededor desapareció, sus rostros se desvanecieron y sólo los ojos habitaron el gran salón hasta que la sonrisa de la mujer volvió a iluminar la tarde.
-Tengo algo que te va a encantar.
La mujer se acercó a un viejo tocadiscos, abrió la tapa de madera y colocó la aguja sobre un disco que ya se encontraba en el plato.
-Enseguida vuelvo –dijo la mujer, y salió de la habitación con paso firme aún a su edad.
“Allegro con brío –pensó Xavier, quien era un amante de la música –Así es esta mujer, como el primer movimiento de la quinta sinfonía de Beethoven.”
Algo extraño y sin embargo familiar encontraba en la anciana. Absorto en la intriga, Xavier movía los ojos de un lado a otro sin fijarlos en ningún sitio, buscando una respuesta en los rincones de su memoria, hasta que a un lado de la chimenea, en cuyo friso resaltaban los relieves de varios guerreros de la antigüedad gálica, el rojo profundo de la costilla de un libro llamó su atención. Se acercó al librero a mirarlo. Sopló por encima y levantó una pequeña nube de polvo con aroma a viejo. Con la intención de un niño que va a cometer una travesura, tomó el libro y regresó al sillón. Como era su costumbre, aplazó la emoción de abrir su curiosidad y, con toda parsimonia, se sirvió otra taza de té. Su interés crecía en ansiedad mientras que, con calma, se servía una… y dos cucharadas de azúcar que revolvió suavemente; su corazón agitado señalaba el momento. Un sorbo. Un suspiro. Por fin, la portada de un álbum de fotos se abre. En la primera hoja, la imagen de un hermoso bebé. Xavier juzgó la ropa como la de una niña. “Esta debe ser Mariana”, pensó, y un gesto de ternura suavizó sus facciones. Más adelante, atrapada en las imágenes, la progresión de la vida de aquel bebé no dejaba lugar a dudas. Era una niña de enormes ojos negros que parecía descomponerse en una adolescente larguirucha y con menos gracia que el andar de una jirafa coja. Conforme las páginas iban pasando, los vestidos empezaban a tomar volumen y la sonrisa de la chica se acomodaba sensualmente en su rostro. Xavier cerró los ojos un instante para evocar el perfume de su amada. Dejándose llevar por el goce de un cosquilleo en su sexo, aun con los ojos cerrados, pasó la siguiente página del álbum en su eterno juego de sorprenderse a sí mismo. De haber estado hablando, se habría quedado mudo:
-¿Cómo es posible? –exclamó en voz alta. -Esto es un vil engaño y yo soy el más imbécil que alguna vez he conocido-.
Dejó caer el álbum al suelo con el deseo de que las fotos se cimbraran y desaparecieran de la faz del mundo. Sin la menor intención de despedirse, se levantó para abandonar el salón. En la imagen, Mariana aparecía a las puertas de una iglesia, vestida de novia.
Al llegar a la puerta que lo llevaría al patio y a su huida, se detuvo y dejó caer unas cuantas lágrimas; algunas de rabia, otras de dolor. Un extraño efecto causó sobre él la música que componía el agua de la fuente con el canto de las aves, mezclada con el Andante con Moto del segundo movimiento de la sinfonía de Beethoven.
“¿Y si no es ella?” –Reconsideró– “Tal vez sea su madre y resulta que se parecen como dos lágrimas”.
Comenzó a reír, cubriendo su boca con la mano. Convencido ahora de que jamás habría sido engañado de tal forma, regresó al sillón, al té y al álbum.
Ansioso por conocer el resto de la historia, recorrió las fotos de la boda hasta llegar al momento en que los amantes parecen jurarse amor eterno y sellan su compromiso con los anillos.
-No puede ser –Exclamó-
Asustado, observó cada rincón del salón tratando de encontrar algo que le pareciera reconocible.
-Este tipo… ¿Soy yo? –Se decía –Es verdaderamente absurdo y sin embargo… ¡Soy yo!
Una tormenta de locura estallaba sobre Xavier y al mismo tiempo no podía dejar de ver las imágenes del álbum que le iban contando la historia pasada y futura de su propia vida. Se vio a sí mismo como un hombre maduro y luego envejecer; ciertos rostros familiares desaparecían de las fotos y llegaban otros nuevos que no pudo reconocer. La última página del álbum le hizo sentir que su corazón se paralizaba por completo.
-Esta es una broma de pésimo gusto –Gritó Xavier, y de un salto se levantó del sillón. El miedo era tal que comenzaba a sentir náuseas. Fuera de sí, miró hacia distintas direcciones.
-¿Xavier? -Se escuchó la voz de la anciana -¿Te ocurre algo?
-Claro que sí –Respondió, gritando -¡Busco un espejo!-
La mujer señaló con su dedo hacia el fondo del salón. Enmarcado entre caprichosas ondas talladas en madera y cubiertas con hoja de oro, un espejo biselado con motivos florales reflejaba toda la escena.
Xavier miró sus manos temblorosas, con arrugas y cierto aspecto cadavérico y se las llevó al rostro, sintiendo cómo su piel se encontraba flácida y sus huesos se marcaban más que de costumbre. Apenas pudo vencer el terror para acercarse al espejo y mirarse a través de los dedos que se iban abriendo poco a poco como la cola de un pavo real, escondiendo tras de sí su pánico. Una estrepitosa risotada invadió el salón, apagando el implacable canto de los cornos que tocaban cuatro veces a la puerta en el tercer movimiento de la quinta de Beethoven.
-¡No sé qué ha podido pasarme! –Decía Xavier entre sollozos y risas –por un momento pensé que… - Enmudeció de súbito. A través del espejo pudo ver a Mariana en la puerta quien recorría el salón con la mirada empapada, tratando de atrapar los recuerdos de su vida mientras su dolor gritaba con sordina. Ella se acercó a cerrar el álbum que se encontraba sobre una mesilla del salón, abierto en la última página, donde esa mañana había guardado una esquela recortada de un periódico.
-Mariana –Exclamó Xavier
-No puede escucharte – le advirtió la anciana al hombre -Debemos irnos.
-¡Esto es una locura, es un juego! ¿Verdad?
-Claro que sí–contestó la anciana–, la vida es sólo un juego. Salgamos ya, que se hace tarde.
-¿Y Mariana? –Preguntó Xavier, preocupado-
-Mariana estará bien. Ven conmigo.
Envueltos en la apoteosis del Allegro –Presto de la quinta sinfonía del sordo de Bonn, Xavier y la mujer salieron del salón tomados del brazo y cruzaron el patio central de la casona hacia el portón apolillado. Frente al número infinito de la calle de La Amargura, Mariana, junto a sus amigos y familiares esperaba junto a una carroza a que subieran el féretro de Don Xavier, un cajón de madera oscura que parecía un alto reloj de péndulo. Daban las dos en punto.